Corazón en la Grada


      Autora: Misha Miranda Torres

      Grupo: M-405



Mich siempre fue distinta. No por su apariencia ni por cómo se expresaba, sino por la pasión que ponía en todo lo que hacía. Mientras muchas preferían estar en las gradas, ella quería estar en el campo, jugando, aprendiendo, sudando cada segundo de entrenamiento.


Fue así como conoció a Mateo, el mariscal estrella del equipo de fútbol americano de su preparatoria. Él tenía todo lo que se espera de un líder: carisma, fuerza, agilidad y esa sonrisa despreocupada que parecía esconder miles de pensamientos no dichos.


Desde el primer día de entrenamiento, Mich sintió algo. No fue amor a primera vista, pero sí una atracción inevitable. Se esforzaba el doble, no solo por mejorar, sino también por llamar su atención. Lo observaba en cada jugada, buscaba excusas para hablarle, se quedaba más tiempo en las prácticas solo para compartir unos minutos más con él. Y aunque al principio él apenas notaba su presencia, poco a poco fue prestándole más atención.



Mateo empezó a buscarla, primero para entrenar juntos, luego para compartir risas en los descansos, y más tarde, para mensajes que llegaban hasta la madrugada. Entre pláticas profundas, miradas que se alargaban más de la cuenta y bromas cómplices, comenzaron a crear algo que parecía ir más allá del campo.


Una tarde, después de un entrenamiento agotador, él le ofreció llevarla a casa. En el camino hablaron de todo: sus miedos, sus sueños, las presiones que sentían. Y ahí, sin necesidad de decir mucho, algo se rompió en la rutina. Él tomó su mano con suavidad. No hubo declaración formal, ni promesas. Solo la sensación de que estaban cayendo, lentamente, el uno por el otro.


Durante semanas fueron inseparables. Se mandaban mensajes antes de los partidos, se sentaban juntos en los vestidores, se reían a carcajadas como si nada pudiera romper esa burbuja. Mich sentía que al fin, todo lo que había deseado se estaba volviendo real.


Pero entonces, algo cambió. Mateo comenzó a mostrarse más distante. Ya no respondía con la misma emoción, sus ojos parecían perdidos incluso cuando estaban juntos. Ella lo notó, pero se negó a decir nada. Hacía esfuerzos por mantener la chispa viva: le preparaba pequeños detalles, lo animaba en cada partido, le recordaba cuánto confiaba en él.


Hasta que, una tarde, mientras estaban sentados en las gradas del campo donde todo había comenzado, él le habló con la mirada baja y la voz insegura.



—Mich… he estado pensando mucho —empezó él, con palabras lentas—. Eres increíble, y me encanta estar contigo. Pero… creo que no estoy listo para algo serio.


Ella lo miró, en silencio. Como si no hubiera entendido. Como si su mente no pudiera procesar lo que estaba oyendo.


—¿Cómo que no estás listo? —susurró, sintiendo un nudo apretarle el pecho—. ¿Todo esto qué fue, entonces?


Mateo no supo qué decir. Sus silencios hablaron por él. No fue cruel, pero fue honesto. Y esa honestidad dolía más que cualquier mentira.


Mich se levantó y se fue caminando por el campo, con los pasos pesados y los ojos empañados. El sol caía detrás de las gradas, y el campo, que antes parecía lleno de vida, ahora solo era un recuerdo de lo que pudo ser.


Esa noche, lloró como nunca. Se sintió tonta, usada, rota. Pero al amanecer, volvió al entrenamiento. No por él, sino por ella. Porque su amor por el fútbol seguía intacto. Porque sus sueños no dependían de nadie más.


Aprendió que uno puede darlo todo por alguien, y aún así no ser suficiente. Y aunque eso duela, no significa que debas detener tu camino.




Después del silencio


El campo de fútbol nunca volvió a sentirse igual. Mich ya no corría con la misma ligereza ni sonreía al atrapar el balón. Seguía entrenando, sí, pero algo dentro de ella se había quebrado. No era solo el corazón roto; era la confianza, la ilusión, esa pequeña esperanza de que alguien finalmente la viera y se quedara.


Mateo seguía en el equipo. Ahora evitaban mirarse. Se hablaban lo justo, lo necesario para no arrastrar su historia al resto del grupo. Él parecía estar bien. Reía con sus amigos, entrenaba con la misma intensidad… pero cuando nadie lo veía, se quedaba en silencio, mirando el pasto con una expresión que Mich conocía demasiado bien.


Un día, durante una práctica, Mich cayó mal al hacer una jugada. No fue grave, pero se dobló el tobillo. Él fue el primero en correr hacia ella.


—¿Estás bien? —preguntó, con una preocupación genuina.

—Sí… solo fue un mal paso —respondió ella, sin mirarlo directamente.


Él quiso decir más. Quiso explicar que aún pensaba en ella, que su confusión no tenía que ver con lo que sentía, sino con el miedo de no saber cómo amar a alguien tan real. Pero se quedó callado, como siempre.


Días después, Mich lo vio con otra chica. No era oficial, pero se notaba que algo pasaba. Y aunque ya no lloraba, sintió esa punzada aguda que duele cuando te das cuenta de que alguien está siguiendo su vida sin ti.


A pesar de todo, algo en ella había cambiado. Ya no quería suplicar por afecto. Empezó a enfocarse en sí misma: retomó sus hobbies, habló con nuevas personas, empezó a mirar hacia adelante. No buscaba reemplazarlo; buscaba reencontrarse.


Pasaron los días, luego las semanas. Y una tarde cualquiera, después de un partido, Mateo se acercó a ella. No con seguridad, sino con algo de torpeza.


—Solo quería decirte que… he estado pensando mucho. Tal vez me equivoqué. Tal vez sí estaba listo y solo tenía miedo.


Mich lo miró con calma. Ya no con dolor, ni con rencor. Sino con una paz que antes no tenía.


—Tal vez. Pero ya no me toca a mí esperar a que te des cuenta —dijo ella—. Esta vez, elijo no detenerme.

Se fue caminando hacia el centro del campo, con la cabeza en alto y el corazón, aunque aún con cicatrices, latiendo fuerte. Porque hay amores que marcan… pero también enseñan.


Ahora, cada quien sigue su camino, con el recuerdo de lo vivido guardado en algún rincón del alma. Tal vez algún día, en otro tiempo, en otro lugar, el destino los vuelva a juntar…





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